Lo que comemos incide en nuestra salud, pero el impacto no se detiene en nosotros. Cuando se elige el consumo resultante de un modo de producción sustentable, hay una doble repercusión positiva: para nosotros mismos y para el planeta en el que vivimos. Es acá cuando entran en consideración los productos orgánicos y agroecológicos.
Según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura (ONUAA o FAO por sus siglas en inglés), los productos orgánicos son aquellos que se producen, almacenan, elaboran, manipulan y comercializan sin perjudicar al medio ambiente. Están certificados por auditores que evalúan el proceso desde la finca hasta el mercado: el control en la selección de semillas, de plagas, malezas, entre otros. Y, si se llegan a usar fertilizantes, estos entran en la categoría de orgánicos.
Los productos agroecológicos también se obtienen a través del uso responsable de los recursos naturales. Contrario a la producción tradicional de alimentos, ambos no cuentan con plaguicidas, fertilizantes químicos ni aditivos sintéticos. Están libres de hormonas, antibióticos y residuos de metales pesados. Tampoco se aplica en ellos colorantes o saborizantes artificiales, así como organismos genéticamente modificados.
A primera vista hablamos de productos cuyos principios de producción son similares, pero los agroecológicos no cuentan con una certificación. Solo los orgánicos están avalados por la ley y por un organismo que confirma su calidad y que se tuvieron en cuenta los métodos establecidos.
Más allá de esta diferencia, se tratan de productos vegetales, animales o derivados que son muy beneficiosos para nuestro organismo. Tienen más vitaminas, minerales y antioxidantes. Su aroma y sabor son, a su vez, de más intensos. Sus colores vivos hacen que se distingan fácilmente. Y lo mejor es que contemplan los ciclos propios de la naturaleza, previenen el calentamiento global y apoyan la biodiversidad.