La huella de carbono es el indicador que mide el calentamiento atmosférico de las emisiones de compuestos como el metano, óxido de nitrógeno, hidrofluorocarburos, perfluororcarburos, hexafluoruro de azufre y dióxido de carbono que generan las actividades humanas y el consumo. Dicho de otra manera, es el conjunto gases de efecto invernadero (GEI) que generamos y que provocan el calentamiento global.
No por nada la Organización de las Naciones Unidas (ONU) utilizó el calendario para crear conciencia y sensibilizar: las consecuencias de la huella de carbono en la temperatura promedio de la superficie de la Tierra son muy graves. Se producen fenómenos meteorológicos extremos como la desglaciación o sequías, el aumento de enfermedades respiratorias y cardiovasculares, la desaparición de la flora y fauna, entre tantos otros.
La huella de carbono es, entonces, la señal indeleble que deja nuestro paso por el mundo. Una marca silenciosa que, desde el inicio de la Revolución Industrial, se ha incrementado de manera notable, y para la que hoy se buscan soluciones.
En el siglo XXI, la sociedad ha comenzado a abordar la problemática de forma intensiva y constructiva a fin de revertir el impacto en el ambiente. Se están contemplando nuevas formas colectivas e individuales de producción, transporte y consumo energético que mitiguen las emisiones de gases.
El 12 diciembre de 2015, en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21) de París, se llegó a establecer que los países y las actividades industriales que se llevan a cabo en ellos debían tender hacia la descarbonización o neutralidad de las emisiones para el año 2050. El “Acuerdo de París”, como se lo conoce, representó un gran paso para combatir el cambio climático y acelerar acciones para un futuro sostenible.