Seguramente todos hemos visto imágenes de la Tierra desde distintos puntos del espacio. Allí, entre lo oscuro de la inmensidad, las fotografías retratan una esfera que, en su mayoría, es de color azul. Esto se debe a que está constituido por un 70 % de agua. Este elemento natural favoreció la aparición de la vida y permite un planeta habitable. Todos los seres vivos provenimos del mar y el ciclo del agua garantiza nuestra supervivencia.
En números, son alrededor de 1.400 millones de kilómetros cúbicos de agua los que se distribuyen en la superficie terrestre. Esta cifra se ha mantenido invariable durante más de dos mil millones de años. De esta cantidad, un 97% es de agua salada, y lo restante es agua dulce.
Del 3 %, el 70 % no está disponible para consumir porque se encuentra en forma de glaciares, nieve o hielo. De lo que sí está disponible, una pequeña porción se encuentra en los lagos, ríos, la humedad del suelo y los depósitos subterráneos poco profundos, cuya renovación es producto de la infiltración (proceso por el cual el agua en la superficie de la tierra entra en el suelo). Mucha de esta agua «utilizable» se encuentra lejos de las zonas pobladas, lo cual dificulta su utilización efectiva. Se estima que solamente el 0.77 % aparece como agua dulce accesible al ser humano.
Si las anteriores cifras no son concluyentes para entender que se trata de un recurso escaso, el uso humano, indiscriminado e irracional, termina de convencer. De acuerdo con los estudios sobre los balances hídricos, el 0.007 % de las aguas dulces se encuentran realmente disponibles a todos los usos de forma directa. Asimismo, las evaluaciones más recientes de los especialistas y las organizaciones internacionales sugieren que, para el año 2025, más de las dos terceras partes de la población sufrirá algún inconveniente por su falta.
Pero el impacto negativo de las personas también alcanza al agua salada. La contaminación de los mares con basura amenaza su principal función, que es la de regular la presencia de oxígeno y dióxido de carbono en la atmósfera. Dicho de otra manera, las aguas oceánicas se encargan de mantener el equilibrio climático de la Tierra.